Monjalés, mis tíos y Julián Grimau
Mi primer recuerdo de la existencia de Monjalés tiene que ver con mi tío, Francisco Jarque. Harto de trabajar en una academia privada en Ruzafa (Valencia, España), a mi tío le vino una oferta que no podía rechazar: largarse con toda su familia a Quebec, a la Université Laval. Se fue, por tanto, y al cabo del tiempo resultó que yo me ocupé de conservar los libros que no se llevó a Canadá, ni muchos objetos que no pudo cargar en su momento. Esto se debió a que tuve la suerte de ocupar la casa que había dejado en Valencia durante unos (felices) años.
Una vez vino a repasar sus pertenencias. Se llevó poco: algunos libros, algunos recuerdos. También había una pintura que yo tenía bien colgada en la pared, pero que, obviamente, era suya. Me dijo: “Ése es un Monjalés”. Y me explicó que era un retrato de mi tía. Entonces –yo tendría unos escasos veintitantos años– sentí como una especie de iluminación. O más bien dos: la primera, que esa imagen –un rostro para mí enigmático– era el de mi tía Ana. No era realista, desde luego, pero sí había en el cuadro algo que a partir de ese día no me costaba relacionar con ella. Y la segunda: que se trataba de “un Monjalés” (a diferencia de las restantes imágenes que mi tío había dejado en la casa, y a las que no daba nombre, ni le interesaban). Por supuesto, aquel Monjalés se lo llevó a Canadá de inmediato.
En cuanto a lo que vino luego, el destino, siempre absurdo, me condujo hacia la crítica de arte. Esto me facilitó un mejor conocimiento de la obra y la vida de Monjalés. En parte, sucedió a través de su amigo, el escultor Andreu Alfaro, del que me ocupé a principios de los noventa, y del estudio de lo que significó en Valencia, en España, el Grupo Parpalló a finales de los años cincuenta. Fue Alfaro quien me contó algunas aventuras de Monjalés en la época de su lucha contra la dictadura de Franco, y las circunstancias que le hicieron huir de España y, finalmente, establecerse en Colombia. Luego conocí a sus hijos, sobre todo a uno, y luego, por fin, le conocí a él: el Monjalés que había pintado ese Monjalés que era un retrato de mi tía. Por cierto, que siempre me sorprendió lo mucho que, ya de mayor, se asemejaba todavía a las fotos que yo había visto, en las que aparecía entre sus compañeros artistas con un aspecto mucho más juvenil que el de ellos. Como si fuera, de entre todos, el más auténtico, el más determinado por unos principios originarios, por ingenuos que fuesen (y no más los suyos que los de quienes le acompañaban).
Su trayectoria como artista se orientó por caminos muy específicos; en un sentido, dialogaba con la tradición; en otro, se diría, la contemplaba en unos términos casi sarcásticos. Supongo que sigue haciéndolo. La última vez que le vi exponía en la galería Rosalía Sender, en Valencia, en donde creo que coincidimos con Valerio Adami, el gran exponente del pop metafísico italiano, viejo amigo suyo, que andaba por allí. No sé por qué, Monjalés quiso obsequiarme con una pintura (otra más, porque ya nos había regalado algunas a mi mujer y a mí –pequeñas, pero excelentes– con ocasión de nuestra boda). Me dijo que escogiera entre unas cuantas, y me quedé con la que consideré más significativa: su tema era la defenestración de Julián Grimau.
Se trata de un óleo sobre papel y cartón de 1963, es decir, el mismo año del fusilamiento del dirigente comunista. Por cierto, que Monjalés no representa el episodio final, su muerte, sino –en un estilo expresionista semiabstracto– el instante de aquella previa defenestración de la que salió malherido, pero vivo, cuando, hallándose detenido, torturado y esposado en la segunda planta de la legendaria Dirección General de Seguridad, en la Puerta de Sol, se habría arrojado él mismo por la ventana de una manera que el propio Gobierno calificó como “inexplicable”...
Poco se parecía su trabajo al de sus viejos camaradas del Grupo Parpalló (el primer signo de resurrección del arte moderno en Valencia, en los años cincuenta), y mucho menos al de su amigo Andreu Alfaro, al que visita siempre que cruza el charco, por no hablar de la pintura de su también amigo Eduardo Arroyo. Pero lo que sí ha habido de común entre todos ellos es su concepción del arte como el espacio de un compromiso con la historia, con el presente social, además de, por supuesto, con el arte mismo (que es el que ha protagonizado temáticamente su trabajo en los últimos años). En cierto modo, esto es lo que hace compatibles el retrato de mi tía y la escena de la defenestración de Grimau. Tan cerca se encuentran a veces el afecto personal y el drama objetivo.
Vicente Jarque, octubre 2011
Catedrático Facultad de Bellas Artes de Cuenca.